martes, 24 de junio de 2014

El futuro de la cultura en la era de la tecnología


El uso individual y generalizado de las computadoras, la facilidad y el bajo coste del acceso de los usuarios a Internet y la enorme información y conocimiento que ofrecen, han hecho surgir grandes expectativas sobre la necesidad y la inminencia de una revolución educativa cuyo destino sería modificar radicalmente todo lo que hasta ahora conocemos. Aunque aún no hay un cuerpo sistematizado de elementos teóricos ni de experiencias generalizadas sobre la utilización a gran escala de Internet con fines educacionales, existen innumerables escritos y algunos experimentos recientes que señalan la conveniencia de incursionar en este nuevo universo con tal propósito, y las instituciones y organismos públicos nacionales e internacionales empiezan a incluir entre sus prioridades las tareas de exploración de dicho campo.


La cultura occidental, desde su mismo nacimiento, ha sido una cultura que yo no me atrevería a llamar sin más tecnológica, porque conviene afinar un poco nuestro vocabulario, pero sí una cultura técnica, de la tecné, como decían los griegos. Y por tanto, en cuanto que técnica en el sentido griego de la palabra, incoativamente tecnología ya. Una cultura técnica o tecnológica, como ustedes quieran llamarla, pero que, lo mismo que la tecnología, hasta hace poco tiempo, era una tecnología y una técnica referida sobre todo al dominio de la naturaleza, no tanto al domino del psiquismo. Las técnica  para el dominio del psiquismo han sido mucho más orientales que occidentales. Lo característico de las civilizaciones y la cultura occidentales ha sido este carácter técnico, entendiendo la palabra técnica en el sentido en el que por lo general entendemos nosotros hoy las palabras técnica tecnología, aun cuando ha habido en este campo una revolución muy grande, pues ahora ya no se trata simplemente del dominio de la naturaleza, sino también, no exactamente del paganismo al modo hindú o al modo oriental, pero sí del dominio de la vida.
Esto es lo característicos de la cultura occidental: ha sido una cultura de invenciones, empezando por la invención, común a toda la humanidad, de la escritura. Propiamente hablando no existe una cultura, en el sentido plenario de la palabra, no se ingresa plenamente en la Historia, hasta la invención de la escritura. Pero nuestra cultura no es simplemente una cultura de la escritura. Es una cultura del Libro por antonomasia, una cultura de la Biblia, que no significa solamente libro sino el Libro de los libros, el libro plural, y así es como se ha desarrollado toda la cultura occidental. Entendiendo este término de cultura occidental desde sus orígenes judaicos, prolongados luego por el Islam, toda nuestra cultura estrictamente occidental ha sido una cultura del libro.

Después se han producido otras invenciones y, como decía hace un momento, a las invenciones, que todavía eran técnicas, sucedieron las revoluciones: la primera Revolución Industrial por antonomasia, como suele denominarse. Y reparen ustedes en que en esa época los inventores no eran todavía los científicos. Había una separación entre un gremio y otro. Los inventores eran más bien artesanos, unos obreros cualificados que, un poco por casualidad, un poco por el método del ensayo y el error, llevaron a cabo grandes invenciones.

Y pensemos que durante el siglo XX los continuadores de estos inventos, los que realmente llevaron a cabo una institucionalización del invento, fueron los ingenieros, profesión que ha tenido los máximos prestigios en nuestro país. Ser ingeniero en nuestro país era, durante el siglo XIX y buena parte del siglo XX, mucho más importante que ser un hombre de ciencia. Lo importante, lo verdaderamente cualificado en nuestro país, aquello que todos los jóvenes estudiosos deseaban llegar a ser y todas las mamás con niñas casaderas que fuesen sus novios, era, precisamente, ingenieros. Es decir, la tecnología estaba ya ahí, pero era una tecnología que, sin estar enteramente divorciada de la ciencia —ciertamente no era así, y no querría yo hacer de ninguna manera un agravio a los ingenieros—, ponía el acento mucho más en los técnico que en lo científico. De modo que, por una parte, estaban los grandes técnicos, los técnicos superiores y por otro lado, los científicos. Pero yo no me atrevería a decir que esa raza de científicos puros se terminó, se agotó, quizá los últimos científicos puros han sido los creadores de la física nuclear, la física cuántica. Heiseneberg y Schrödinger, tal vez prologados por el inventor de la cibernética —no me atrevería yo a darle a Norbert Wiener ese título de científico puro—, pero inmediatamente después ocurre una superación de esta escisión, de esa dialéctica, de esta tensión entre las dos culturas: la cultura humanística, por una parte, y la cultura tecnológica, por otra, en cuanto que lo que prevalece en nuestra época es no ya la tecnología ni por supuesto la cultura humanística, sino lo que se denomina con ese neologismo de tecnociencia.

Hoy, la cultura es fundamentalmente tecnocientífica. No puede ser una cultura puramente técnica ni puramente tecnológica porque los tecnólogos que cada vez abundan más en nuestra sociedad —y es normal que abunden—, conocen muy bien cómo hacer las cosas, pero no saben tan bien por qué ocurre ese funcionamiento.

En consecuencia, esta fusión profunda de la técnica y de la ciencia, y el hecho de que los más importante científicos de nuestra época sean tecnocientíficos, o por lo menos tan tecnocientíficos como estrictamente científicos, o por lo menos tan tecnocientíficos como estrictamente científicos, supone una gran novedad y es una gran afirmación de la superación de esta tensión entre las llamadas dos culturas.


Se trata, por tanto, de una auténtica innovación cultural que, como todo, tiene su lado negativo. Ciertamente tiene sus riesgos, y éstos, a mi juicio, consisten sobre todo en que esta cultura occidental, que ha sido una cultura del dominio de la naturaleza y que ahora va a ser del dominio de la vida, puede convertirse exclusivamente en una cultura de dominio, es decir, una cultura de voluntad de poder. Y estoy recordando en este momento un artículo reciente de mi admirado amigo Pedro Laín. Hay una dimensión de la cultura occidental que es la dimensión de la voluntad de poder, y hay otra dimensión de la cultura occidental que arranca más bien de los griegos y que es la dimensión de la voluntad de saber. Y lo deseable es que estas dos voluntades no se extingan, no se separen, sino que la voluntad de poder siga fundamentada en la voluntad de saber, y que, por tanto, en este mundo sucio en el que los políticos tendrán ciertamente su papel importante, ustedes nos reserven un pequeño papel, no más, a los miembros de nuestro gremio, que es el de los filósofos, es decir, el de los que no inventamos nada, del de los que pensamos que, aunque esté muy bien —y ciertamente está muy bien, y es la característica de la civilización occidental— esta afirmación de dominio y voluntad de poder, deben seguir ustedes dejándonos un lugar para que nos preguntemos, para que reflexionemos, para que llevemos a cabo un metalenguaje sobre el lenguaje científico: es decir, para que no rompamos nuestros vínculos de unión con aquello de lo que venimos, que es la cultura griega. Ya vimos al principio que la cultura griega era una cultura de la tecné, y la novísima tecnología actual es heredera de aquella vieja tecné artesanal. Pero aquella cultura griega y la cultura occidental ha sido también una cultura de saber, una cultura de la episteme, de la sofia. Y yo, en representación de mi gremio, hoy en decadencia, este gremio de lo filósofos, espero de ustedes y de la magnanimidad de ustedes, otra palabra de origen griego: la megalogsia. Espero que reserven ustedes un lugar, ciertamente modesto, pero un lugar, para los filósofos, para los que reflexionan sobre el ser en cuanto tal, precisamente sobre el ser de la tecnología y de la tecnociencia, y de lo que significa todo este mundo que ustedes están alumbrando. 


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